ASES
Estábamos en clase, en una sesión inusual,
donde llovían las preguntas de los alumnos y nuestro profesor las sorteaba como
si se tratara de magia. Los ases salían de la nada. Se trataba de un curso de
capacitación para docentes. Quizá porque estábamos en calidad de alumnos, evitamos
preguntar en demasía en las sesiones previas. Pero se agotaba el tiempo y la angustia se
manifestaba con los síntomas del covid-19, al menos para mí, pues me faltaba el
oxígeno. A pesar de que pregunté desde el primer día de clases para disipar mis
dudas, no hallaba cómo empezar a escribir el artículo para el final del curso. Estaba
perdido, en español e inglés, investigando entre unos veinte artículos
académicos que había descargado a mi disco duro. Faltaban
tres semanas para terminar; sin embargo, no imaginé que de pronto, como arte de
magia, por fin desataría mis amarres antes de ahogarme como Houdini.
Un artículo no publicado de mi autoría aún me
ardía por dentro a pesar de que habían pasado más de quince años de ese rechazo.
Ni siquiera tuve una respuesta de consuelo como las que salen en una tapita de bebidas
gaseosas: “Vuelve a intentarlo” o “para la próxima”. Recuerdo que llegó el pedido a mi correo de
exalumno en el que solicitaban artículos y con todo desparpajo me aventuré a la
escritura académica de la cual no sabía las normas. No quise pensar que aquel
artículo nada tenía de fondo, pero de forma no tenía ni la menor simetría. Al
fin de cuentas, no me dedicaba a la docencia hace quince años. Eran otros
tiempos. Eran otros mis intereses laborales. Lo cierto es que el incidente me
alejó por completo de la investigación académica.
No puedo decir que tuve un sueño premonitorio o
que una idea brillante me despertó hace un mes. Sucedió que me levanté a
medianoche por una vulgar indigestión. No quise molestar a mi esposa, así que
salí del dormitorio. Luego cubrí bien a mi hijo con la frazada para que no se enfermase
y me fui a la cocina para prepararme una infusión de menta. Prendí mi
computador portátil en la sala. El
proyecto personal que venía rumiando por semanas debía digerirlo de una vez por
todas. Ingresé a You Tube para ver un
nuevo video de Scratch. Hasta donde ya sabía, era un lenguaje de programación
en bloques para niños con el que se desarrollan video juegos. Entonces, podía compartir con mi hijo algo adelantado
para su edad, pero muy bien lo podía guiar. Sí, era el momento oportuno; de otro modo, de
seguro que preferiría departir con sus amigos cuando él ingresara a la
adolescencia. Bueno, en esa exploración
nocturna me llamó la atención un video que asociaba Scratch con Harvard
University. Para nada se me ocurrió pensar que Scratch era materia de estudio
como introducción a la programación en educación superior. Así que por simple asociación de ideas supuse
que podía emplear Scratch en mi práctica docente. El proyecto que tenía en
mente tuvo una hipotética expansión. Antes
de angustiarme, se me ocurrió que era posible que encontrara algo en la carpeta
de capacitación para docentes. Ingresé a mi cuenta de la universidad y busqué.
Nada había en relación con ese tema; sin embargo, encontré un curso que tenía
plazas vigentes: «Fundamentos para la elaboración de artículos científicos:
Cómo escribir y publicar un paper». Fue instantánea la puya que sentí de una
herida que de veras imaginaba que desapareció después de quince años. Sí pues,
se me había quedado tatuada en el subconsciente. Ese artículo inédito, esa
osadía mía, esa falta de formalismo. El destino me brindaba una oportunidad.
Debía aprovecharla antes de que se escapara, aunque eso implicaba prolongar mi
proyecto personal. ¿Quién sabe si pueda investigar sobre Scratch en este curso?
Observé que serían clases semanales. No lo dude mucho y me inscribí. Empezaría
en 5 días.
Estaba entusiasmado para asistir a la primera
sesión de clases virtuales ese sábado por la mañana. Desayuné ligero en mi
escritorio mientras encendía el computador. Un tema técnico me impidió el acceso. Pensé
que el destino me quitó la oportunidad sin dejarme hacer el intento. Estaba
desesperado. Llamé a soporte técnico. Era sábado y tal vez por eso la solución
demoró. Ingresé al aula virtual justo cuando el profesor entraba a un receso y
el profesor comprendió mi situación. Al terminar esa primera clase, el profesor
reiteró que la nota saldría de un escrito académico que debíamos entregar al
final del curso. Solicitó un avance para el siguiente sábado. No era obligatorio,
pero recomendaba que lo hiciéramos para que no se juntara todo al final. Hice
algunas preguntas, pero en definitiva no tenía una respuesta clara en mi mente;
incluso tampoco sabía bien el tema del que trataría mi escrito final. Me sentía
como el Chavo del 8, con una promesa falsa que entregaría toditito en montón a
fin de año o mejor dicho en la última sesión de clase. Ya empezaba mi angustia.
En la segunda sesión de clase, el profesor hizo
un resumen de la primera y sentí que de vuelta estaba a flote. Pregunté a más
no poder, y durante la clase ya sabía cómo descargar artículos académicos que
usaría como literatura para sustentar mi escrito exigido al cierre del curso. De veras que estaba afanoso. Incluso había descargado
algunos archivos en formato PDF como prueba del proceso. Después de clase
seguía acelerado, pero algunos artículos no se podían descargar. Otros exigían
un pago que para ser sincero me resultaron onerosos y los dejé pasar. Así que
ni bien encontraba algún paper que se acercara a mis intereses, lo
descargaba de inmediato si en caso se podía. Mejor que sobre a que falte, me
dije.
Los artículos que descargué no estaban muy
enfocados aún. Para ahorrar tiempo y procurar no distanciarme mucho de mi
proyecto de Scratch, pensé que mejor sería leer y desechar. Después de una
decena de artículos rescaté tres, referidos a videos, a buen humor y a video
juegos. Todos tenían en común el factor wow. Ya me estaba acercando, pero
seguía atrapado en las lecturas. En ese momento, ni siquiera podía escribir la
primera línea de mi artículo. Al fin de cuentas, no era extenso y decidí
esperar. Mientras tanto, en mis ratos libres procuré avanzar con mi aprendizaje
de Scratch. Eso me resultó más fácil: era solo programación con bloques que no
requería tener cuidado en la sintaxis del código. Luego me fui a lo que me
parecía más difícil: dibujar un personaje pixel a pixel. Eso sí que me estaba
costando, pues no sólo tenía que hacer un único dibujo, sino varios, pues de
otro modo no podría hacer efectos de animación cuando se activara un evento. Por
lo menos, quería que mi personaje moviera los pies y las manos al caminar. Esa
mala costumbre mía de complicar las cosas. Perdí el ánimo. Otra vez me quedé
estático, como si yo fuese ese personaje del video juego que tenía en mente. Sin
movimiento y en dos dimensiones ni siquiera podía moverme ni con flecha arriba
o abajo. Mucho menos podía salir de la pantalla y desplazarme en tres
dimensiones. Solo me que quedé sentado frente al computador, esperando una
orden que no llegaba desde mi interior. Entré en «loop». El cerebro puede ser
reeducado, el cerebro puede ser reeducado, me lo repetía a mí mismo. ¡Vamos,
enfócate! Definitivamente, mi foco estaba apagado. Hasta que llegó mi hijo y
vio mi pantalla.
–
Papá
¿qué has dibujado?
–
Es
un personaje para un video juego. Ya hemos hablado de esto. Creo que podríamos
hacerlo saltar como a Mario Bros.
–
No
papá. Eso ya es aburrido.
–
¿Cómo
que aburrido? Si tanto te gustaba jugarlo en tu tablet.
–
Me
gustaba, ya lo dijiste. Ahora me gusta Roblox.
No sabía nada de ese nuevo video juego. Así que
dejé que mi hijo ingresara a jugar Roblox en mi computador. Lo dejé sentarse en
mi silla. Veía cómo jugaba y escuchaba sus exaltadas explicaciones. Mario Bros
era un juego de plataformas en dos dimensiones y tenía idea de cómo movería al
personaje que crearía. Era un tema de un tiempo adicional de prueba y error.
Por otro lado, Roblox era un juego tridimensional, más elaborado en movimientos
y vistas; y encima, era un juego multiusuario. Me metería en problemas si me
aventurara con programación gráfica de ese nivel. Además, no quería defraudar a
mi hijo y meterlo en algo que no le gustara. Lo peor sería que pierda interés
en el proyecto antes de que hubiéramos empezado. Por suerte que tengo un crío
comprensivo. Fingí llorar y le dije que todavía no estábamos en la capacidad de
hacer algo tan intenso como Roblox.
— - Nunca
hice antes una programación gráfica. Además, tienes que ayudarme a programar.
La verdad es que ya estoy oxidado hijito.
— - Sí
pues papá, ya estás viejito – me dijo riéndose.
— - Dije
oxidado, no viejito. Ya vas a ver.
Le hacía cosquillas. ¡Basta papá!¡Te voy a
ayudar, pero basta! Dejé de tocarlo. ¡Mentira papá! Otra vez con las cosquillas
hasta que volvió a decir que me ayudaría. Conocía bien a mi niño, y ya era el
momento de parar ese juego. Sin embargo,
me sorprendió cuando me dijo que haríamos una versión tipo la de Mario Bros
para que no sea tan difícil. Eso definitivamente me alegró. Me sentía capaz de
hacerlo y dado que mi hijo me lo propuso, lo haría honrar su palabra para que
no desistiera.
Sin darme cuenta se me pasaron las semanas
entre mis actividades laborales, el proyecto personal que tenía en pañales y mi
curso de artículos académicos. Seguía entrampado en lecturas académicas que no
terminaba de leer, sin escribir nada de mi documento final. Y cuando llegó esa sesión de ases, por fin vi
todo con claridad. El profesor nos dijo que faltaban tres semanas y que estaba
atento a nuestros avances para así asesorarnos.
Recién me di cuenta de que no era el único con problemas. En esa clase
saltaron las preguntas de varios de los alumnos. Los temas eran interesantes. Uno referido a procesar datos de
exportaciones, otro para hallar modelos multivariables de pobreza, otro de eficiencia
de tráfico vehicular, otro de programación lineal... En fin, una variedad de
temas, todos interesantes, todos con sus propios nudos.
Veía el rostro del profesor a través del zoom.
Parecía escuchar en calma; sin movimiento en el rostro. No se llegaba a ver
cómo se movía su teclado. Para cuando las preguntas cesaban, ya tenía una
respuesta que dar. Más aún, tenía un paper a la mano que se relacionaba
al tema en consulta, ya sea de su autoría o de cualquier otro autor. Luego venían las réplicas. Era como si de
pronto saltaran naipes por mi pantalla. Todos eran ases. Venían afilados, como
esos de los magos que pueden atravesar un vidrio sin quebrarlo. Yo sólo atinaba
a mover la cabeza, para esquivarlos y evitar un corte en la piel. No exagero en
decir que era alucinante. Muchos de los papers que descargué los había
desechado y el profesor sacaba ases que resolvían dudas al instante. Indicaban
el camino a seguir y eso era más que suficiente.
–
El
resumen del trabajo se hace al final, pero va al inicio. Eso nos dijo el
profesor, entre otras aclaraciones.
Después de todas esas aclaraciones para mis
compañeros, las preguntas que yo tenía preparadas se esfumaron. Dejé de esquivar los ases y me sentí capaz de
capturarlos con mis propias manos. Terminé de liberarme de mis ataduras. Se
ordenaron las ideas de los documentos académicos leídos. Girar y ordenar. Todo
encajaba como piezas de Tetris. Y para
cuando la clase terminó, ni siquiera me senté en la mesa para almorzar. Estaba
inspirado, y de corrido terminé de escribir mi primer borrador para el trabajo final. A mitad
de semana hice algunos cambios. El viernes le dí una revisión final. El sábado,
en la última sesión de clase, ya tenía qué mostrarle al profesor. Las dos
primeras páginas las hice en dos columnas, en español e inglés. El profesor le
daba un vistazo preliminar a mi trabajo. Anoté en una libreta sus observaciones
y sugerencias. No fue muy costoso realizar los cambios finales y por fin me
liberé. Apagué el computador por el resto del día, y salí con mi esposa e hijo
a jugar baloncesto. Me encantó que mi hijo me preguntara sobre el video juego
que teníamos que desarrollar. ¿Te parece si empezamos mañana que es domingo?
Una horita puede ser papá.
Una mirada a lo nuevo,refresca nuestras mentes y el deseo de compartir y crear nuevas cosas, inspira la imaginacion.
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