ABISMO

 


La muchacha permanecía acostada, en un letargo que le impedía levantar los párpados. Ebullían aún en su mente, las ideas filosóficas que tantas veces repetía en casa su padre. Pero ella ya no estaba bajo la seguridad doméstica, al menos en ese momento. Papá tampoco estaba en casa. El oxigeno apenas ingresaba y el pensamiento se confundía. El cerebro batallaba en dos frentes distintos, en distantes hemisferios. Ella ya ni sabía bien a dónde pertenecía. Estaba también perdida en las horas, en la noche, en el día.  Mientras tanto, esa pregunta persistente seguía sin respuesta: ¿Por qué a mí?

Seguían las ideas burbujeando. Incandescente, con la temperatura elevada, se perdía la mente. Balbuceaba en el sudor helado de un otoño que la quebraba en plena adolescencia. Tanto quiso independizarse y no podía con el primer ciclo de la universidad, más todavía con el infortunio en el que se encontraba. Los puntos del plano cartesiano se le dibujaban en sus ojos cerrados. Luces verdes se multiplicaban en coordenadas aleatorias dentro del lienzo oscuro de sus ojos apagados. Y por más que esos puntos aparecían precisos, se iban disolviendo como acuarelas en un fondo acuoso. Las estelas verdes se iban transformando en telarañas en medio de ese espacio exterior, fuera de la influencia gravitacional de la Tierra, donde ella no encontraba ni un solo eje de coordenadas que le permitiera ubicarse. No tenía sosiego en su mente perturbada, pero al menos pensaba. Recordó a Descartes fuera de las matemáticas. Ella se sabía que aún estaba ahí. Aunque vulnerable, respiraba con la misma constancia. Así también, seguía constante la misma pregunta: ¿Por qué a mí? En ese remolino febril le era imposible encontrar respuesta alguna.

La fiebre había cesado y la muchacha se iba recuperando. Se le cruzó por la mente la asignación que tenía que entregar para su clase de lengua. Quiso hablar de Vallejo por el centenario de la aparición de Trilce. Estaba entusiasmada con esa investigación. Se apenó porque no cumpliría con la fecha de entrega. Su soledad, su pena, su desolación. Su situación la condujo al humanismo. Se adentró en Vallejo, en su universalidad que se extendía fuera de los límites de la poesía. Otra vez la fiebre se elevaba. Se distorsionaban las palabras. La metamorfosis de los fonemas. Las frases invertidas de un estruendo mudo. La muchacha seguía débil y sus cuerdas vocales no eran capaces de vibrar. Temblaba en esa tarde «vallejana» con desgano de vivir. Se quedó hambrienta, sin morder del pan quemado en la puerta del horno. Estaba dolida, percibiendo quizá la llegada temprana del invierno. La paradoja del calor febril en los ríos helados que recorrían su piel. El pulso acelerado de su corazón que activaba alarmas externas en el delirio de un verbo «trilciano» que dificultaba toda comprensión. Se sentía un despojo, que ni se reconocía a sí misma, que ni recibía el calor de su familia, en esa tarde gris en la cual todo su ser se le puso a la mala. Desganada, ella misma cerró con llave las rejas de su celda autoimpuesta, y pensó que su condena sería perpetua. No tenía sentido en ese momento responderse. ¿Por qué a mí? Quizá era un jueves en ese otoño.

Llegó un nuevo día. Tal vez era viernes. El dolor convertido en sufrimiento era el dolor extrapolado. Su vulnerabilidad soltó la seda de su espíritu descocido. Levitaba en esa exponencial hacia una asíntota que la llevaba al infinito. Una madeja que sin nudos se iba alejando y que podría ser absorbida por un agujero de gusano. Tan solo un hilo de plata la conectaba al planeta, a su hogar. Los cabellos canos de papá que de algún modo no la soltaban. La sabiduría de esas canas, aquella que a su lado se sentaba en los primeros años de escuela secundaria, repasando matemáticas, comunicaciones o tantas otras materias. Lo añoraba. Ese vínculo aún la ataba, la conectaba, le llevaba el mensaje que no se rinda. Por telepatía recibía las disertaciones filosóficas.   Los pensamientos de Camus bajo las luces de las estrellas.  La muchacha exploraba su propia condición humana, su propia insignificancia en el vasto universo. No te rindas hija, te amo. Ella siente a su papi tan distante. El sentimiento de la fatalidad que se empecinaba en el absurdo de su vida sin sentido. Ya pasará, le indica su padre. La vida no es fácil. Tantas veces ella se lo escuchó decir. Por eso tanto lo escuchaba. Por eso le encantaba aprender a su lado. Pero lo había defraudado con el facilismo de la escuela secundaria en pandemia y se dejó llevar por las respuestas cruzadas en internet, cuando el estudio no era necesario. Lo peor fue que se sintió autosuficiente y prescindió de su padre. Recién sintió su ausencia cuando él se marchó a buscar trabajo en el exterior.  Vamos mi pequeña, no podría quedarme sin ti. Tienes un futuro brillante si así lo quieres. Ella se sentía opacada entre las luces de las estrellas en las que divagaba en su mente.

Quizá era sábado. La muchacha seguía sin hallarse a sí misma. Sentía la cercanía de mamá a pesar de su ausencia. Vamos, aleja de la mente esas ideas. Mami no puedo. Yo he criado a una luchadora. Solo tu puedes. Busca en tu interior hija. Las ideas de mamá le parecieron siempre muy esotéricas. Pero se había equivocado en sus apreciaciones. Fue su padre que la hizo caer en cuenta. La neurociencia respaldaba que el cerebro es quien manda en nuestro propio bienestar. La muchacha entonces trató de recordar las clases de mindfulness de su madre, aquellas que ella consideraba banales. Nada tenía que perder. Debía concentrarse. Tenía que limpiar sus pensamientos. Le costaba mucho enfocarse. ¿Por qué a mí? No podía sacar de su mente cómo ella se quebró. Vamos, de nada vale lamentarse. Su inexperiencia la llevó al error y era bueno que aprendiera la lección. Una torta de chocolate se le cruzaba por la mente, para despistarla. Vamos, concéntrate. Hasta que regresó del universo externo y entró a la inmensidad de su interior.  Tenía que encontrarse. Debía recolectar sus piezas. Sus dos hemisferios del cerebro debían presentarse uno frente al otro. Debía buscar su propia valía.

Quizá era domingo. El silencio que la envolvía le hablaba con mucha calidez. Ingresaba a un estado predominante de ondas Alpha. El sosiego recorría su cuerpo y la revitalizaba. Seguía concentrada en su respiración. Acaso Descartes la ayudó y trazó los ejes para llevarla al origen. Acaso Camus le trajo el calor de verano en ese helado otoño.  Acaso Vallejo se volcó en masa con sus padres y con toda la humanidad. No había más necesidad de responderse aquella pregunta que parecía perpetua. El sol calentaba el cabezal de su cama. La muchacha se estiraba. Los brazos alargados, con las manos abiertas hacia arriba. Se agradeció a sí misma por darse una nueva oportunidad. Aún no sentía fortaleza vital en sus piernas. Asumió que tendría que caminar despacio. Gatearía de ser necesario. Despertaría en cualquier momento y para cuando eso sucediera, se prometió a sí misma que no volvería a caer en la misma oscuridad.


1 comentario:

  1. COMO BIEN LO DICES "la inmensidad de su interior" , que grande y complicado lo ven el Mundo los adolecentes al empezar abrir sus alas .

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