SESENTA Y NUEVE

 


José regresó a Madrid después de la visita a su hermana en Perú. Quiso convencerla para llevarse a sus sobrinos a España, pues por el desgobierno no había futuro para esos muchachos.  ¿Qué se puede hacer? – le dijo su hermana –, al fin de cuentas no teníamos de dónde escoger y no hay mal que dure hasta la eternidad.

Ese martes 7 de octubre, José encendió su computadora y se le saltó un «joder». Leía las noticias internacionales del País: «Pedro Castillo obliga a renunciar a su primer ministro, Guido Bellido, tras 69 días de Gobierno en Perú».

Más que feliz, llamó a su hermana. Tus palabras las escuchó Santa Rosita. A buena hora hermanito. Ya no daba para más. Fíjate tú José, qué tales coincidencias, ya que este gobierno en vez de acelerar la economía no pasó del 69. Pero en reversa hermana, y patas para arriba, como si un huayco hubiese sacado a un ómnibus del camino y terminara siendo arrastrado por un río. Suerte que no nos hemos ahogado. No cantes victoria, pues ese ómnibus se habrá detenido en un recodo, y si logran ponerlo de vuelta en cuatro ruedas, veremos si anda.

La conversación terminó con el mismo ofrecimiento de José y la misma reticencia de su hermana. Al colgar el teléfono, José revivió los años ochenta. Sendero Luminoso hizo explotar un coche bomba en la empresa donde trabajaba. Casi perdió la vista por las ondas explosivas. Casi se asfixió en medio de tanta polvareda. Así decidió emigrar. Por más nostalgia que aún sintiera, todo fue para mejor. Ningún gobernante dio la talla. Ni los hijos del sol, ni los de Cabana, ni  tantos otros. Mucho menos los actuales, los autodenominados hijos del pueblo, que no tenían el currículo necesario para gobernar. Sólo sabían criticar, reclamar o dividir. No eran capaces de ponerse de acuerdo entre ellos mismos. Afloraba la absoluta incapacidad para organizar y dirigir…

 En fin, José pensó que la noticia traía un cambio positivo para su tierra natal. Por un instante se contagió de la esperanza de su hermana, pero un video le llegó de Perú a través de su whatsapp. El presidente ofrecía un aeropuerto en un pueblo selvático para llevar los productos agrícolas a la capital. No era necesario sacar números para darse cuenta que el flete sería exorbitante. No pudo más, otra vez el recuerdo del aire asfixiante del que salió despavorido hace tantos años ya.  Vociferando tomó sus llaves y salió a caminar.

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