POLINOMIOS

 


Una alumna desarrollaba un ejercicio de inecuaciones polinómicas en clase. Sumó el uno, el cinco, el tres, el diez, el menos quince y el término independiente, el menos cuatro. La suma de los coeficientes era cero, entonces podía empezar el Método de Ruffini con x = 1. Escribió con cuidado cada número, se aseguró de tomar una pausa con los números negativos y redujo el polinomio al grado cuatro. Luego ingresó los datos a su calculadora y con los resultados expuestos no necesitó de estar tanteando para seguir avanzando. Ningún número complejo le salió en el camino y no tuvo necesidad de desechar nada. Tan solo le faltaba analizar los puntos críticos y determinar los signos de los intervalos para sacar la respuesta. Fue cautelosa, pero dudó. Fue la primera en terminar ese ejercicio en clase. Bajo el ropaje de su timidez, se quedó callada y esperó.

Un grupo de alumnos conversaba en clase. Ni cuenta se daban que su bulla desconcentraba al resto. No hacían el esfuerzo de resolver el ejercicio. Al fin de cuentas, mostraría la respuesta el profesor. Sólo se trata de seguir los pasos y ya. Cuando la clase terminó, se acercó uno de ellos al profesor.

      -   ¿Profe, esto viene en la evaluación?

      -     Sí, por supuesto.

     -   ¿Y todo empieza sumando el asu cinco, más el asu cuatro, más el asu tres y así?… Ya no sigo porque cansa profe.

    -     Bueno, puedes empezar por ahí, así como verificar el término independiente.  En términos específicos…

   -     ¡Ahí nomás profe! En términos generales está bien. Ya tengo otra clase. Nos vemos ­–terminó por decir el alumno y se juntó al grupo de amigos que le esperaba en la puerta. Ahí se quedaron conversando un rato, mientras que el profesor cerraba su mochila y salió del aula.

El día de la evaluación llegó. La alumna terminó la prueba primero. Calladita observaba a su alrededor. Sus demás compañeros de clase enterraban la mirada en sus cuadernillos. ¿A lo mejor me equivoqué? No pudo estar tan fácil –pensó. Quería tener un ponderado de notas sobresaliente desde su primer ciclo en la universidad. Con calma volvió a revisar las respuestas que aún la hacían palpitar.

El muchacho, que no quiso escuchar la aclaración en términos específicos, estuvo confiado durante la evaluación. Faltaba una media hora para que terminar el tiempo establecido y el muchacho había respondido todas las respuestas. Fue el primero en entregar la prueba. Listo profe, estuvo papayita. Me alegra que te haya ido bien. ¿Revisaste? Ahí nomás profe. El muchacho le estiró un puño al profesor para despedirse. Se fue despacio. Las dos asas de su mochila estaban atadas y bien colocadas sobre sus hombros. Los brazos del alumno, ligeramente doblados, se movían algo espaciados de su cuerpo, algo rígidos, como si por el esfuerzo necesitaran ventilación por las municiones de conocimiento que dispararon bajo el calor de la evaluación. ¡Kaboom! Ese grito de triunfo atravesó por los resquicios de la puerta, ya cerrada, inmediatamente después que salió del salón.  

La noche que el profesor se puso a revisar las evaluaciones, abrió la evaluación del único alumno que le preguntó al final de aquella clase. Se inclinó hacia atrás hasta chocar con el respaldar de su silla. Empezó a leer: Asu cinco + asu cuatro + asu tres + asu dos+ asu cero = kaboom.  Asu mare profe, sí que estoy destrozando. Luego vio lo que en términos generales sería un bosquejo gráfico. Un militar, posiblemente un general, apuntaba con su metralleta a puntos clave de un edificio donde había identificado a los elementos que tenía que eliminar, a los enemigos que no eran parte del conjunto solución. La metralla estaba compuesta de números que llenaban los espacios de la hoja de respuesta entre curvas indescifrables.

Los ojos del profesor seguían bien abiertos. No dijo nada, pero bien que pensó: Asu mare, que pasó.

Herberth Iván Roller 

 

 

 


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