REMINISCENCIAS

 


Ha pasado un mes desde que regresé a Lima.  Estuve de visita en Arequipa, en casa de mis abuelos. Ambos tienen ochenta y nueve años. Me gusta escucharlos para escribir historias familiares y dejar un legado para más adelante. Aunque estoy perdiendo a mi abuelo. No sé si tantos traslados en su vida hicieron que su mente se extraviara. Me dio mucha pena cuando llegué a visitarlo y no me reconoció a la primera. Le repetí mi nombre y no daba conmigo. Es tu nieto, hijo de tu hijo, le decía mi abuelita, mientras me acariciaba como siempre que la tengo cerca. A ella sí que la tengo enterita. Se desvive por engreírme y su memoria es prodigiosa. Recuerda incluso los nombres de las familias antiguas en Arequipa, de sus propios amigos de infancia, de la vida de sus hijos, de los viajes que hicieron siempre juntos entre tantos lugares en los que vivieron. Eres igualito a tu papá, igualito. Es lo que mi abuela me ha dicho desde que tengo memoria para recordar.

Mientras estaba en Arequipa con mis abuelos, mi padre se quedó en Lima y tuvo un reencuentro de exalumnos del Colegio La Asunción de Huancayo. Los últimos años de secundaria los estudió en tres distintos colegios, y en la Asunción estudió el segundo año.  Tanto para él como para mí fueron buenos tiempos los años intermedios de escuela. Lo recuerdo bien, porque ahora que yo estoy a pocos meses de terminar mi secundaria, mis cursos se han hecho más serios; incluso, ya mis padres me presionan para mantener buenas notas y así asegure un buen rendimiento cuando ingrese a la universidad.  Pero no quiero hablar de mí. Escribo para mi padre y mi abuelo en especial.

Fui yo quien interrogó a mi padre después de esa reunión que tuvo con sus amigos de la Asunción. Él llegó de noche a casa ese domingo. Me llamó con mi madre al lado para saber cómo la estaba pasando en Arequipa. Dado que los abuelos estaban despiertos, él me pidió una videoconferencia. Así que activé Zoom, conecté la pantalla de mi laptop al televisor del dormitorio de mis abuelos y apreté el botón de grabación. Mi madre apenas nos saludó porque estaba concentrada en el viaje a Europa que haría con mi padre, y estaba a la caza de ofertas de hoteles y transporte.  Así que mi padre, que estaba de buen humor y en día de descanso, tuvo el tiempo suficiente para explayarse sobre ese reencuentro. Mi abuela estaba contenta, porque recordaba muy bien los años que pasó en Huancayo.  Era una ciudad chica en aquel entonces. Hizo entrañables amistades. Me pareció increíble cuando mi padre compartió algunas fotos del evento y comentó de algunas de sus compañeras de clase. Mi abuela no las reconoció en las fotografías, como adultas; no obstante, al escuchar algunos nombres las recordó de pequeñas.  Claro, en la Asunción estudió tu papá y tres de tus tías. Ellas aún eran pequeñitas y estaban en la primaria. A tu tía Mema no le encontramos vacante y estudió en María Auxiliadora. Si te contara una anécdota de tu tía Toti cuando un día me trajo su lonchera del colegio. Mi abuelita se detuvo al hablar, atorándose de risa. Al parecer mi padre también sabía de esa anécdota porque también reía. Ni mi padre ni mi abuela me contaron qué pasó. Mi abuela siguió conversando. En aquellas épocas, se tenía que atravesar el campo para llegar a La Asunción. No era muy lejos del centro de la ciudad y según mi padre, se sorprendió la primera vez que pisó la Asunción. La infraestructura era extraordinaria.  Eran jardines alrededor de los edificios, y era campo alrededor de los jardines. Dentro de los linderos del colegio había una virgencita en una gruta. Era la virgen de la Asunción. La recordaba muy bien mi abuela. Era como una aparición, dentro de esa gruta de aspecto natural. Innumerables veces le rezó; incluso mi abuela agarró su rosario mientras la recordó y se persignó. El cielo azul contrastaba con el cielo gris de Lima que mi padre dejó atrás. Hasta chacras de maíz tenía el colegio. Era el verdor de los alrededores versus el cemento de la capital.  Incluso había infraestructura para talleres de enseñanza de oficios como carpintería y electricidad. Yo dudaba que todo eso fuera verdad. ¡Busca en internet!, me dijo mi padre. No fue necesario que me lo pidiera. Mientras me seguía hablando, revisaba algunos videos en YouTube.

La Asunción no solo era un colegio inmenso.  Según mi padre, sus recuerdos  traspasaban los muros perimetrales de su escuela a unas casitas de adobe de tejas de arcilla, a los campos de cultivo, a las montañas, al musgo de madrugada que una vez extrajo de las rocas para ponerlo como césped en el nascimiento previo a navidad. Fueron varios los paseos y excursiones donde todo resultaba natural. Los ríos cristalinos que cruzó con los zapatos atados sobre sus hombros. Los pantalones remangados de su uniforme escolar, sorteando las piedras de canto rodado. El avistamiento de truchas casi al palmo de su mano, que jamás volvió a ver en plena naturaleza. Las botellas de vidrio de refrescos que se dejaban enfriar en aguas cristalinas mientras se merendaba.  

Fue un excompañero del colegio quien llamó a mi padre para asistir al reencuentro. Mi padre nos contó que su amigo había sido militar. Eso lo escuchó mi abuelo, y echado en la cama hizo un saludo militar hacia el televisor: un acto reflejo de su cotidiano saludo de sus días de oficial. A mi padre le hizo gracia. Luego me dijo que cuando se comunicaba por WhatsApp con su amigo, era usual que se despida incluyendo un archivo GIF con un oficial saludando. Mi abuela estaba encantada de ver con buen ánimo a mi abuelo. Me contó que cuando yo era pequeño, marchaba al compás que marcaba el abuelo, al igual que lo hizo mi padre con él. Yo me detenía al escuchar: ¡firmes! Pedía otra vez más.  Vi en eso momento a mi padre en la pantalla del televisor, abriendo más los ojos. No dije nada, pero mi padre captó mi mirada y se disculpó diciendo que eso nunca me lo contó porque lo había olvidado por completo. Era increíble cómo mi abuela sabía más detalles que mi padre. Ambos estaban felices de recordar.

Fueron más las mujeres que los hombres en esa reunión de exalumnos. En realidad, mi padre me comentó que era un colegio de monjas y solo por algunos años admitieron varones en los años setenta y ochenta. Sin embargo, los muchachos son más difíciles de manejar. Así que justo ese año, en que estudió mi padre, fue el último en el que asistieron varones. Sin embargo, estaba ahí en esa reunión, con más de cincuenta años encima, reuniéndose con amigos con los que estudió en sus primeros años de vida....

(continuará)






Herberth Iván Roller, H.I. Roller

3 comentarios:

  1. Excelente Ivan, te felicito, pasaron los años y gracias a la tecnologia fue que nos permitió volvernos a encontrar y mantener esa amistad que por coincidencias de la vida cursamos ese segundo de Secundaria con muchas experiencias fabulosas, que se concreto con una amistad de juventud con muchas amigas que mantienen el espiritu y belleza de la epoca. Un saludo militar.

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  2. Linda historia, bien dicen que la realidad supera a la fantasia.

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Muchas gracias por leer y comentar.

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