PERFUME

 


Francisco salió de incognito para sentir los aires de la ciudad. Llevaba bajo el brazo una de sus novelas favoritas: El Perfume, de Patrick Süskind. En realidad, le fascinaba el protagonista, Jean–Baptiste Grenouille, el genio psicópata que preparó la pócima perfumada que hizo que todos lo amaran hasta devorarlo. Francisco estaba solo, en ropa sencilla, sin perfume. Su equipo de seguridad le permitió ese capricho.  No había mucho peligro -fue lo que pensó-, al fin de cuentas era Viernes Santo con restricción vehicular. Se sentó en una de las bancas de la Plaza Mayor de Lima.  Releía el primer capítulo.

“… Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor…”.

Tranquilo papito, no ponga resistencia, le dijo un joven delincuente que lo apuntó con un revolver. Francisco se asustó. Apenas pudo decir que no llevaba nada en los bolsillos. El delincuente no le creyó y le rebuscó los bolsillos. Lo golpeó en la cabeza con la cacha del arma por no llevar dinero. Le quitó la novela, la gorra, y los zapatos. El ladrón subió veloz a la moto lineal de su compinche y desapareció.

Francisco, desconsolado, reparó en el antagonismo de sus ideales con la cruda realidad. Sintió la falta de seguridad.  Sintió la podredumbre de la corrupción, causa de tanta desigualdad.  Incluso, llevando su tapabocas, percibió el rancio olor del orden social. No quiso ni pensar a quien elegiría el pueblo como nuevo presidente el 11 de abril.  Se puso de pie después que le pasó el temblor en las piernas. Caminó unos pocos pasos, descalzo, con un hilo de sangre en la frente, sintiendo toda la humanidad de los poemas de Vallejo, mientras que su seguridad salía corriendo a su encuentro.


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