PÓQUER

Dos días seguidos había tosido con frecuencia. Decidió caminar con su perro y se dirigió al parque. Se sentó en la misma banca donde lo hacía con su esposa. Pensar que antes se acercaban los niños para acariciar a su mascota. La pandemia dejó el parque sin esas frágiles pisadas. Su esposa tampoco estaba más. No pudo dejar que una lágrima mojara su tapabocas. Volvió a toser mientras que los recuerdos aceleraban su corazón. Apenas pudo ponerse de pie para regresar a casa.  Mientras caminaba pensó en Francisco, su hijo. No volvió a verlo después del funeral.  La terquedad del viejo era inquebrantable.

Al llegar a casa arrojó los adornos que se le antojó al suelo.  Se detuvo en realidad porque se le agotaban las fuerzas.  Se sentó en el sofá a descansar y se quedó dormido por más de una hora, hasta que su propia tos lo despertó. Ya había pasado la hora de almuerzo. Se fijó que Póquer había comido y bebido, así que se despidió de él. Tú ya puedes cuidarte solo. Le abrió la puerta y el perro salió más por instinto que por obediencia a su dueño. Luego el viejo abrió la jaula de sus canarios y pronto echaron el vuelo.

Ya era de noche. Póquer rasguñaba la puerta para entrar. El viejo aún tosía. Para afirmar su decisión se quitó los auriculares. Barajó un mazo de naipes y se puso a jugar solitario. Antes de irse a dormir se asomó a la ventana y vio que Póquer aún estaba ahí. Al despertar de madrugada no supo en qué momento su perro se marchó. El viejo había recuperado su fuerza pero el vació que sentía lo dejaba perplejo.

En ese mismo instante, a más de 20 kilómetros de distancia, el sol empezaba a elevarse en La Molina. A Francisco lo despertó uno de sus hijos. Papá, creo que Póquer está afuera ladrando. Francisco se levantó en el acto. Constató que era Póquer. Llamó a casa de su padre, pero el teléfono seguía timbrando.  Se cambió de inmediato. Subió a Póquer a su camioneta y avanzó a toda marcha.  El perro ya no ladraba más. Su padre tomaba una infusión de manzanilla. Había dejado de toser.


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