GATITOS

 


De los cuatro escudos que hizo Al, separé uno para mi hijo, otro para mi sobrino Saet y uno más le di a Leandro, el niño más entusiasta de Soft Combat en el parque Olave. El que me sobró pensaba obsequiárselo a otro sobrino. Si en caso no lo apreciaba, me lo quedaría yo para practicar defensas con mi pequeño.

El resto de la semana tuve mucho por hacer y no pude llevar a mi hijo al parque sino hasta el viernes, un poco antes de que se pintara la noche.  Mi esposa acababa de llegar de su trabajo y nos acompañó. Mi hijo se soltó de nuestras manos ni bien llegamos al parque y salió corriendo para jugar con sus amiguitos. Llevaba su hacha en la mano derecha y  en su antebrazo izquierdo tenía sujeto uno de los escudos diseñados por Al. Las batallas seguramente empezaron mucho antes y deduje que él quería aprovechar los minutos que quedaban.

Mi esposa tenía ganas de conversar conmigo. Echamos una rápida mirada alrededor. Buscábamos una banqueta vacía y todas estaban llenas. No percibimos al instante que Eder estaba parado frente a nosotros y nos miraba. Tenía seis años.  Mi esposa no entendió, pero se enterneció con esa criatura que estaba ahí con alguna intención. Yo recién me di cuenta de lo que había pasado.  No sé cómo no lo advertí días antes. Yo también tengo un hermano mayor  y hasta donde llegan mis recuerdos de infancia quería los mismos juguetes que él. Y Leandro es el hermanito mayor de Eder. Tuve claro lo que sucedió y entendí que el reclamo era justificado.

      — Hola Eder. ¿Qué pasó? ¿te lastimaron en el campo de batalla?  — le dije, haciéndome el desentendido.

      — Yo te puedo curar —dijo mi esposa, siguiéndome el juego, sin saber realmente lo que pasaba.

Eder negó con su cabecita. No le quiso dar vuelta al asunto. Apuntó con su espada al campo de batalla. La cambiaba de posición siguiendo los desplazamientos de su hermanito.

           —  ¿Tú también quieres un escudo, verdad? —le dije.

             —  — me respondió con una voz finita, casi imperceptible,  con una mirada fija de abajo hacia arriba, como aquella del gatito con botas de la saga de Shrek.

Cómo podía negarme. Es más, me hubiese encantado tener el escudo en ese momento para dárselo. Le dije que al día siguiente se lo entregaría. Le pregunté si quería que le dibujara un león como el que puse en el escudo de Leandro, o un dragón o un águila.

               —  Gatitos. Quiero gatitos.

          — ¿Estás seguro?  — pregunté, en tanto mi esposa y yo sonreíamos por la candidez del pequeñín.

               —  Sí. Muchos gatitos.

La batalla en mi cabeza no cesaba por la noche.  No tenía idea de cómo meter muchos gatitos en un escudo de guerra. Racionalmente era incongruente y eso me costaba. Me puse a buscar en internet tantos gatitos como pude para aclarar la mente. Finalmente, metí muchos, muchos gatitos, en el reducido espacio de ese escudo.

Al día siguiente, tal cual se lo prometí a Eder, ya tenía su escudo. Fuimos de vuelta al parque Olave con mi esposa y mi hijo. Los niños jugaban a las escondidas y no vi a Eder; sin embargo, en una de las bancas estaban los papás del niño. Les comenté que dentro de la bolsa que llevaba en mis manos tenía el escudo de Eder. Al poco rato, él notó mi presencia y se acercó. Al abrir la bolsa miró su escudo. Estaba repleto de gatitos. Era enorme su mirada de gatito con botas.

       —  ¿Cual te gusta? — le pregunté, pensando que con algun gatito se identificaría.

              — Todos. Me gustan todos —me respondió después de una breve inspección y se fue a jugar.

              — ¡Vaya! Este niño va a ser político —dije, y los cuatro adultos nos echamos a reír.

 

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