EMOCIONES CURTIDAS
Mientras
comíamos los helados en el patio de comidas, vi pasar gente con nuestra
camiseta bicolor. Por la tarde se venía el partido de Perú versus
Colombia. ¿Hijos queridos no querrán que
les compre unas camisetas? Estaban concentrados en sus helados y no le dieron
ninguna importancia a mi entusiasmo. En realidad, ni les gusta
el fútbol y tengo que ser paciente. De pronto pasó un señor delgado, de mediana
edad, con una gorrita de Perú, con tez bronceada y curtida. Deduje que estaba
aprovechando bien el verano; no obstante, lo asocié con un albañil. La imagen en blanco y negro de mi barrio en
la Victoria se cruzó en mi mente. Tenía
unos ocho años y había ido a comprar con unos vecinos a la bodega de Don
Jacinto. Él le daba fiado a mi mamá. A mis amigos y a mí nos encantaban unas
galletas a granel, bañadas en chocolate, que Don Jacinto exhibía en unos potes
de vidrio. Esa vez, no teníamos dinero
extra. Igual pregunté por si me podía
fiar las galletas y Don Jacinto me despachó solo los víveres que estaban en la
lista de mi mamá. Fue en ese momento que
uno de los clientes, que estaba dentro de la tienda, un señor flaco, de tez
curtida y que usaba gorrita, le dijo a Don Jacinto que nos diera una porción de
galletas para cada uno. No pudimos creerlo. Nuestros padres nos decían que no
aceptáramos dulces de extraños, pero fue Don Jacinto quien nos lo dio. Así que agradecimos de inmediato y nos
devoramos los dulces. Fue un gran preludio para el partido que jugaría Perú
contra Italia ese día, en el mundial de España 82.
Mi esposa me
llamó al celular y me trajo de vuelta al presente. Amor, acabo de salir, ya
puedes venir a recogerme... Fuimos directo a casa. Me dieron unas ganas
terribles de visitar mi barrio. No lo hacía en años. Dejé la
camioneta en casa. Me puse un jean viejo y mi camiseta de Perú. Ya vuelvo amor, voy a
Gamarra para comprarle unas camisetas a los chicos para ver el partido.
Un taxi me
llevó a la calle donde vivía de niño. Ya no existía la tienda de Don Jacinto. Las
casas descoloridas me llenaron de tristeza. No reconocí a nadie por las calles y seguro
que tampoco se acordarían de mí. Le pedí al taxista que me llevara a
Gamarra. El trayecto era corto pero el
tráfico nos detuvo lo suficiente para traer a mi memoria la imagen de ese
hombre que me regaló las galletas. Lo recordé subiendo una rampa de madera, cargando
baldes con cemento para llenar el techo de la casa de un vecino. Caí en cuenta en la generosidad de ese hombre
humilde. Caí en cuenta que tatuó en mí
un recuerdo añejo que acababa de desempolvar.
Así que pagué el taxi y me bajé. Caminé para liberar toda esa emoción. Tuve esa sensación de ser niño otra vez al
recorrer las calles de mi infancia.
En Gamarra, las calles apenas mantenían espacios libres entre ambulantes, jaladores y clientes. No quise entrar a ninguna galería. Por más que mis hijos ya estaban vacunados de COVID 19 no me arriesgué al tumulto de gente en ambientes cerrados y estrechos. Tampoco era necesario. Faltaba solo unas horas para el partido, y los comerciantes sabían muy bien que en las calles está la venta caliente. Se ofrecían camisetas, gorras y zapatillas en pistas y veredas. Compré dos camisetas para mis hijos, de talla más grande en caso no se la quisieran poner por la tarde. Por instinto, hice lo mismo que mi madre cuando mis hermanos y yo éramos niños. La ropa nueva nos quedaba holgada y con el uso terminaba apretada.
Ambulantes,
clientes y comerciantes sujetaban por los bordes una enorme bandera peruana. Vi
a un niño humilde llorar agarrado de la mano de su madre. Sus zapatillas
gastadas como las usaba yo, tal vez con algodón en las puntas para cuando
creciera el pie. Convencí a su mamá que esas camisetas que tenía en mis manos
no las podía devolver. Se las regalé a ese niño. Una para ti y otra para algún amigo. Él se puso la que le quedaba mejor. Le hice un
espacio para que sujetara la bandera. Saltábamos juntos. Gritábamos. Una
multitud de hinchas en un estadio callejero. Faltaba más de una hora para que
empezara el partido y me sentía como si ya hubiéramos ganado.
Sentir el aroma y el sabor de nuestra infancia, enriquece nuestras almas y el compartir, es uno de los más grandes ingredientes para el crecimiento personal de todo ser humano.
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