EMOCIONES CURTIDAS

 





Ese viernes de enero aún me encontraba de vacaciones. Disfrutaba de los últimos partidos de la blanquirroja para clasificar al mundial de Qatar.   Mi esposa tenía cita con el dentista por la mañana y aproveché para llevar a mis críos al Jockey Plaza para saborear unos helados artesanales. Después de estacionar, me pasé de largo la tienda Zara, ineludible para mi mujer, aunque también le encanta a mis pequeños pues suelen correr entre tanto espacio libre y esconderse entre las ropas. Eso vuelve loca a la nana. A mí también me encrespa,  por eso nos fuimos directo a lo que llamamos la «ruta del helado». Mis críos no sabían dónde posar la vista. Les resultaba imposible escoger entre las innumerables vitrinas y los infinitos sabores, acompañantes y colores.  Tuve que decidir yo, basándome en compras pasadas. A pesar de mi diabetes, no pude evitar comprarme también un helado. Esas esculturas congeladas derriten cualquier fortaleza, y poco pudo mi resistencia a la insulina.

Mientras comíamos los helados en el patio de comidas, vi pasar gente con nuestra camiseta bicolor. Por la tarde se venía el partido de Perú versus Colombia.  ¿Hijos queridos no querrán que les compre unas camisetas? Estaban concentrados en sus helados y no le dieron ninguna importancia a mi entusiasmo. En realidad, ni les gusta el fútbol y tengo que ser paciente. De pronto pasó un señor delgado, de mediana edad, con una gorrita de Perú, con tez bronceada y curtida. Deduje que estaba aprovechando bien el verano; no obstante, lo asocié con un albañil.  La imagen en blanco y negro de mi barrio en la Victoria se cruzó en mi mente.  Tenía unos ocho años y había ido a comprar con unos vecinos a la bodega de Don Jacinto. Él le daba fiado a mi mamá. A mis amigos y a mí nos encantaban unas galletas a granel, bañadas en chocolate, que Don Jacinto exhibía en unos potes de vidrio.  Esa vez, no teníamos dinero extra.  Igual pregunté por si me podía fiar las galletas y Don Jacinto me despachó solo los víveres que estaban en la lista de mi mamá.  Fue en ese momento que uno de los clientes, que estaba dentro de la tienda, un señor flaco, de tez curtida y que usaba gorrita, le dijo a Don Jacinto que nos diera una porción de galletas para cada uno. No pudimos creerlo. Nuestros padres nos decían que no aceptáramos dulces de extraños, pero fue Don Jacinto quien nos lo dio.  Así que agradecimos de inmediato y nos devoramos los dulces. Fue un gran preludio para el partido que jugaría Perú contra Italia ese día, en el mundial de España 82.

Mi esposa me llamó al celular y me trajo de vuelta al presente. Amor, acabo de salir, ya puedes venir a recogerme... Fuimos directo a casa. Me dieron unas ganas terribles de visitar mi barrio. No lo hacía en años. Dejé la camioneta en casa. Me puse un jean viejo y mi camiseta de Perú. Ya vuelvo amor, voy a Gamarra para comprarle unas camisetas a los chicos para ver el partido.

Un taxi me llevó a la calle donde vivía de niño. Ya no existía la tienda de Don Jacinto. Las casas descoloridas me llenaron de tristeza.  No reconocí a nadie por las calles y seguro que tampoco se acordarían de mí. Le pedí al taxista que me llevara a Gamarra.  El trayecto era corto pero el tráfico nos detuvo lo suficiente para traer a mi memoria la imagen de ese hombre que me regaló las galletas. Lo recordé subiendo una rampa de madera, cargando baldes con cemento para llenar el techo de la casa de un vecino.  Caí en cuenta en la generosidad de ese hombre humilde.  Caí en cuenta que tatuó en mí un recuerdo añejo que acababa de desempolvar.  Así que pagué el taxi y me bajé. Caminé para liberar toda esa emoción.  Tuve esa sensación de ser niño otra vez al recorrer las calles de mi infancia.

En Gamarra, las calles apenas mantenían espacios libres entre ambulantes, jaladores y clientes.  No quise entrar a ninguna galería. Por más que mis hijos ya estaban vacunados de COVID 19 no me arriesgué al tumulto de gente en ambientes cerrados y estrechos. Tampoco era necesario. Faltaba solo unas horas para el partido, y los comerciantes sabían muy bien que en las calles está la venta caliente. Se ofrecían camisetas, gorras y zapatillas en pistas y veredas. Compré dos camisetas para mis hijos, de talla más grande en caso no se la quisieran poner por la tarde. Por instinto, hice lo mismo que mi madre cuando mis hermanos y yo éramos niños. La ropa nueva nos quedaba holgada y con el uso terminaba apretada. 

Ambulantes, clientes y comerciantes sujetaban por los bordes una enorme bandera peruana. Vi a un niño humilde llorar agarrado de la mano de su madre. Sus zapatillas gastadas como las usaba yo, tal vez con algodón en las puntas para cuando creciera el pie. Convencí a su mamá que esas camisetas que tenía en mis manos no las podía devolver. Se las regalé a ese niño.  Una para ti y otra para algún amigo.  Él se puso la que le quedaba mejor. Le hice un espacio para que sujetara la bandera. Saltábamos juntos. Gritábamos. Una multitud de hinchas en un estadio callejero. Faltaba más de una hora para que empezara el partido y me sentía como si ya hubiéramos ganado.

1 comentario:

  1. Sentir el aroma y el sabor de nuestra infancia, enriquece nuestras almas y el compartir, es uno de los más grandes ingredientes para el crecimiento personal de todo ser humano.

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Muchas gracias por leer y comentar.

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