ESCUELA DE CAMPEONES
En el verano
del 2022 matriculé a mi hijo en la Escuela de Campeones del Polideportivo de
San Borja. Lo inscribí en fútbol.
Esperaba que no se pusiera a recoger piedritas como lo hizo en el 2019. En
aquel entonces, tenía cinco años y no le daba ningún interés a una disciplina
deportiva.
El uniforme que usaba en el 2019 ya no le quedaba. No era de uso obligatorio; sin embargo,
le compré uno nuevo con la intención de motivarlo. Además, me gustan los mensajes
positivos que están impresos en la camiseta: «Muévete San Borja», «Actitud».
— Vamos
hijito. Son dos veces por semana y solo por Enero. De ahí se acaban mis
vacaciones.
— Está bien
papá. ¿Pero me vas a ver?
— Por
supuesto. Yo te llevo y me quedo en la tribuna. Luego regresamos a casa.
Sabía que lo
hacía más por mí. No me cansaba de decirle que el fútbol es el deporte más popular
en el país, y tarde o temprano le gustaría mucho e iríamos juntos al estadio.
Un día antes
de su primera clase, yo tenía una pichanga nocturna con mis vecinos, que en su
mayoría conocí en el Parque Olave. Mi esposa me llevó a la cancha. En el carro
también iba mi niño. Lo hice pelotear un poco y lo vi contento. Supongo que al estar conmigo en la cancha
adquirió confianza, o le agradó que mis amigos le pasaran el balón. Igual me
sorprendió que se quedó más rato del que yo tenía previsto.
— Ya
es suficiente hijo. Ya tienes que regresar a casa con mami. Duermes temprano
porque mañana empiezas en la Escuela de Campeones a las 9 de la mañana.
Al día
siguiente, terminamos el desayuno a las 8:30 a.m. Mi hijo salió con su scooter,
vestido con su uniforme deportivo. Yo iba a pie. Por algunas cuadras hacíamos
carrera. Otra vez papá. Déjame tomar aire. A la cuenta de tres. ¡Ya! Eso no vale papá no has contado nada. Mis
piernas no podían contra las ruedas del scooter. Siempre ganaba mi niño. Y
entre tantas carreras llegamos con 10 minutos de anticipación y eso fue bueno
para el primer día de fútbol. Los profesores recién organizaban los conos,
delimitaban el campo desenrollando cintas de nylon, acomodaban pelotas. Me daba
tiempo para explicarle a mi hijo lo bien que se siente estar en un campo
deportivo. Calentaba y hacía estiramientos con él. Luego, los entrenadores
empezaron a llamar a los niños según sus edades.
A mi hijo le tocaba
formarse en el grupo de 7 y 8 años. En ese momento, también apareció Darío, su
amiguito del Parque Olave. Ni bien se vieron, se reconocieron. Se abrazaron de
inmediato, emocionados, luego se hablaron. ¡Hola amigo! ¡Hola!!Qué bueno que
estás aquí! Felices se unieron al grupo que les correspondía. Yo ya no podía
escucharlos, pero desde las gradas los veía conversar, y poco después seguían
las instrucciones de su instructor de fútbol.
Ese mismo día
por la tarde, llevé a mi hijo al Parque Olave. Ahí estaba Darío. Los dejé
conversar y me alejé. Me senté en una de las bancas. Los observaba. Me
imaginaba que hablaban sobre estrategias de fútbol; aunque sabía que eso era
solo una quimera. Leía unas páginas de algún libro que llevé ese día. Los
observaba. Corrían, saltaban, se escondían. No necesitaba imaginar que serían
buenos amigos con el paso del tiempo. Los observaba. Sonreían.
Yo también lo hacía.
Una linda historia de como la semilla de la amistad ,florece con el abono de la práctica del deporte, "lazos verdaderos".
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