VORÁGINE
Cómo olvidar todas
las veces que quise sacudirme de Adriana. Ya me había aburrido y vaya terquedad
la suya de no soltarme. Cuántas veces me trajo a casa mientras mi alcoholizada
humanidad se desparramaba en el jardín de entrada. Cuántas veces mis amigos me
vieron así. Cuantas veces mi madre se preocupó por mí.
Mi madre leía el
tarot para indagar por mi destino. Con descaro, interrogaba a la gente de mi
alrededor. Y cuando se enteró de que Adriana era hija de una de sus amigas del
colegio, exigió que me portara bien. Vamos viejita, ya voy a cumplir los treinta.
Por eso mismo Manuel. Nunca antes me metí en una relación tuya y basta ya de
juegos, así que trata bien a Adriana. Le quise dar un beso para apaciguarla,
pero ella me detuvo. Ya estás advertido; además, Adriana aparece en tus cartas.
Recuerdo que me lo dijo con las cejas fruncidas, como si fuera la hija que no
tuvo y yo tan solo un perro.
Por dos meses
completos mi madre me tenía podrido con la cantaleta esa de que me portara
bien. Ya vas a ver que me vas a dar una nieta. Me lo decía con la convicción de
bruja. Con más ganas quería que Adriana se cansara de mí, que me dejara de una
buena vez. No quería los reproches de mi madre. Iba sintiendo que la sumisión
de Adriana se agotaba. Yo la puyaba para
que explotara, aunque no esperaba tanto alboroto. Estábamos en su casa. Ella
nerviosa y yo vacío. De pronto Adriana se transformó en fiera. ¡Madura Manuel! Yo la
dejé gritar y hasta casi me río. Mi sarcasmo fue el detonante. Me votó de su
casa. Me voy entonces —respondí— como si conmigo no fuera la cosa. ¡Lárgate de
una vez! Su dedo derecho me señalaba la puerta de salida. Y apenas saqué el
pestillo, sentí su llanto con doble latido. Y al voltear, lo entendí. Ahí
seguía su dedo derecho a punto de apretar el gatillo, mientras que su otra mano,
la del sentimiento, envolvía su vientre.
No supe qué hacer. En esos segundos de titubeo, la
puerta entreabierta chirrió. Mi madre se asomó. Esa improbable aparición sólo la puedo atribuir al tarot; aunque su intuición de mujer fue la que le hizo adivinar
la escena. Yo sentía el ardor de su mirada. Mi madre, con oídos de bruja, escuchó
los dobles latidos. Te dije que tendrías
una niña —dijo sin más mi madre— mientras iba a socorrer a Adriana. Aún
aturdido, logré saltar de un brinco. No podía contra las dos. Menos podría
contra las tres, pues la madre de Adriana ya bajaba las escaleras. Así que puse mi cara de ofendido y me perdí.
Para suerte mía, empezó la cuarentena.
El covid 19
cobraba sus primeros muertos. Yo me asfixiaba por las noches. No dormía. No
tenía el virus. Empecé a llamar a Adriana y ella ni me contestaba ni respondía
mis textos. Mi madre, para ese entonces, tampoco me dirigía la palabra.
Se hizo crudo el invierno, hasta que mi viejita, con sus ojos de madre bruja,
vio en mí un atisbo de arrepentimiento. Ella fue la mediadora para que Adriana
aceptara mis llamadas. Hijo, escúchame bien: Ya es tiempo que te quites los
pañales y no me hagas hablar de más. Me quedó claro que debía limpiar mis
propias cagadas.
Fue Adriana
quien me pidió estar presente en la cesárea. Fue ella quien me sujetó la mano. Mi
beso en su frente. ¡Ay, ay! ¡Relájese señora! El corte del bisturí. El llanto
de mi bebé. La fragilidad de mi niña. Mis latidos acelerados. Mi mirada extraviada
en una espiral que se aceleraba… Me contaron que me desmayé, pero no tardé en
despertar. Una enfermera tomó nuestra primera foto. Sentí que todo alrededor se
iluminó. El perro que roía mis propios
huesos se esfumó.
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